
Mi madre murió un 13 de abril de 2008, a las siete y cuarenta y siete minutos de la mañana. Lo sé porque estaba allí. Había pasado mala noche, respirando mal, quejándose. Su vida se estaba apagando y le estaba costando mucho morirse. Porque ella ya no quería vivir, pero no sabía que es lo que hay que hacer para dejar de vivir.
Cuantas veces dijo: “me voy a tirar por la ventana”, “me voy a ir de esta casa y no voy a volver nunca”. Pero nunca lo hizo. No es nada fácil tirarse por la ventana. Como tampoco debió de ser nada fácil beberse una botella de suavizante azul a las 3 de la madrugada. Sí, esa debió de ser más o menos la hora en que murió Hortensia, tal vez después de marcar un número de teléfono, eso nunca lo sabremos. No, no es nada fácil morir.
Ella, mi madre, había nacido un 14 de noviembre de 1922, exactamente nueve meses después que Hortensia, que nació un catorce de febrero, día de los enamorados.
Enriquito preparaba oposiciones a juez. Vivía en la calle de las Huertas de Madrid. Balcón con balcón, dos vecinas, una Pilar, la otra Fuensanta. Hijas, que casualidad, del Presidente del Tribunal. Mire usted por donde. Dieciseis años apenas cumplidos, Pilarita, había nacido en el Palacio de la Diputación de Granada, aunque la familia era cordobesa. Un bombón con aromas del Darro y la Alahambra. Debió resultar irresistible para el apuesto estudiante de derecho y futuro juez. El día de los enamorados, Enriquito dejó preñada a Pilarita con dieciseis años. Por San Blás había hecho un frío, húmedo y helado en Madrid, que se colaba por las rendijas y hacía que te goteara la nariz. El catorce de febrero amaneció despejado y fue un día luminoso, frío pero radiante como esos días soleados de invierno que te alegran el alma en los madriles.
Pilarita no debía saber de la misa la media y Enriquito se aprovechó, se propasó, y pese a ser de familia muy católica fornicó y preñó a la granaína. El siete de julio, a las ocho de la mañana y muy discretamente, se casaron, luciendo la pilarita una más que incipiente preñez. Don Manuel de Velasco, insigne magistrado, destinado sucesivamente en Cuba y en Filipinas, y doña Dolores Eraña, sobrinanieta de la Marquesa de Jover, no pudieron hacer otra cosa que casar a su jovencísima hija con aquel opositor, que finalmente sacaría plaza en La Rioja. ¡Qué vergüenza, casar a nuestra hija de penalti! Menos mal que el chico es de buena familia y se le ve estudioso.
Por estas razones, mi madre que nació un 14 de noviembre de 1922, fue inscrita en el registro con la fecha de 14 de noviembre de 1923, a fin de ocultar el pecado de sus padres. La pobre nunca supo a ciencia cierta en que año había nacido realmente ni los porqués de esta extraña confusión en las fechas. Pilarita debía estar de chupa pan y moja y Enriquito debió de ser todo un sátiro. O tal vez estaban profundamente enamorados. El caso es que al poco de tomar posesión de su plaza como juez, llegó la segunda hija, en los primeros meses del año veiticuatro. Pilarita tuvo su segundo parto con dieciocho años y quedó muy enferma, débil y delagaducha. El médico se lo dijo muy claro al jóven juez: “un tercer parto la mataría sin remedio”. El juez, o estaba más salido que una mona o pensó aquello de “hijos los que dios mande” o ambas cosas, que también pudiera ser. El caso es que por tercera vez preñó a la pilarita. “Enriquito por dios, no permitas que me abran para sacar al niño”. El médico volvió a ser muy claro: “o se le hace un aborto o se muere sin más” Consultaron a los curas y dejaron morir a ambos, a la madre y al niño, que esa debía de ser la voluntad de dios, que es un señor muy viejecillo y con mucha mala leche.
Mi madre, ignorante en parte de las circunstancias de su concepción, vivió siempre aterrorizada por la experiencia de perder con dos años a su madre y a su hermano, por prescripción divina. Tal vez por eso nunca fue creyente y nuca se llevó demasiado bien con ciertos curas y monjas, aunque fueran de la familia. Fue, hasta el día de su muerte a los ochenta y seis años de edad una niña huérfana. Primero fue huérfana de madre, mucho después, tras haber parido siete veces, fue huérfana de padre y finalmente quedó huérfana de su marido. Una niña perdida.
Ella se consideraba descendiente de la pata del caballo del Cid. Una bisabuela o tatarabuela marquesa, un bisabuelo que hizo fortuna y compró un viejo castillo medieval en donde alguna vez, algún rey se había hospedado. El castillo de los Cienfuegos domina La Pola como sus antiguos señores dominaron toda la comarca. Desde la galería de la planta principal se divisa todo el caserío, incluyendo las nuevas mansiones edificadas por los indianos tras volver de hacer las américas. No era para menos, varias generaciones de castellanos viejos, jueces, magistrados, presidentes de la Audiencia, de la Diputación. Ella misma se paseaba con el coche ofcial de su padre a sus dieciseis años, cuando fuera elegida “reina de las fiestas”.
“Como una reina, te voy a dejar como una reina”, era lo que le decía mi padre cuando empezaba presentir su propia muerte.
Aquel trece de abril, con la mascarilla de oxígeno que se empeñaba en quitarse, con las vías del suero y la medicación, no parecía precisamente una reina. Le costó mucho morir. Toda la noche estuvo quejándose, apenas dormimos ninguno de los dos. Yo tumbado a su lado me levantaba, trataba de calmarla, me volvía a acostar. Ya no estaba consciente. Los últimos momentos de una cierta lucidez se habían producido hacia las ocho de la tarde. Se que entonces me había reconocido, me había sonreído y había apretado muy débilmente mi mano con la suya. Aquella noche me tocaba quedarme a mí en el hospital. Había tomado unas cucharadas de caldo, con mucha dificultad, lo que parecía una buena señal. Pero no estaba tranquila, le molestaba mucho el oxígeno, o tal vez le molestaba que siguieran prolongando una vida que estaba llegando a su final. Era como si fuera consciente de que ya no servía de nada que intentara tragar un poco de sopa o que la ayudaran a respirar. Su vida había terminado el día en que salió de su casa para no volver. La residencia, el hospital, no aran mas que una espera. Una espera terrible, aguardando a la Parca, pensando en la moneda para el barquero, en el tránsito.
Pero no fue un tránsito tranquilo. Tuvo una mala hora, llena de agitación, probablemente de dolor y la angustia de no poder respirar, de no querer respirar.
Se fue apagando y cuando vino la enfermera hacia las siete de la mañana, se asustó. Vino otra enfermera, el médico de guardia, me pidieron que saliera de la habiación. El doctor me dijo que mi madre se estaba muriendo, que era cuestión de unos minutos. Volvía a entrar y la acompañé durante unos diez o quince minutos, después de hacer varias llamadas: "mamá se está muriendo".