miércoles, 22 de abril de 2009

el rubio más guapo del colegio

Julio era el chico más guapo de toda la promoción, tal vez de varias promociones seguidas. Era digno de verse su poder de seducción sobre las chicas, sobre los chicos, sobre los profesores...
Pertenecía al grupo de los listos, los que solían sacar siempre sobresalientes y notables, casi exclusivamente por su belleza. Era tan guapo que ningún profesor era capaz de calificarle por debajo, como mínimo, de notable. Los listos, los empollones, solían ser bastante celosos de sus méritos, pero a Julio todos le ayudaban con los ejercicios y los exámenes.
Buen deportista, alegre y simpático, amable con las chicas, buen compañero con los chicos... era todo lo que cabía desear en un adolescente de quince años y hasta los profesores más carcas y machistas suspiraban por él sin dudar ni un solo momento de que se hallaba entre los mejores, los escogidos.
Yo había tenido ya relaciones sexuales con un hombre adulto, desde mi más tierna infancia, pero me aterrorizaba la idea de que alguien en el colegio pudiera sospechar que me gustaban los chicos.
Una tarde invité a Julio a estudiar a mi casa. Era una de esas tardes de finales de la primavera, con las ventanas abiertas dejando entrar una atmósfera sensual que se te pegaba a la ropa, a las manos, a las ingles... mientras a lo lejos se oía pasar un expreso por el Puente de los Franceses.
Yo fingía estudiar mientras le observaba de reojo. Julio era rubio, pero no demasiado. Bien formado, sólido sin blandura y al mismo tiempo acogedor. Parecía que pudieras recostarte en su sonrisa. Le expliqué algunos problemas de física, de matemáticas, no se, no recuerdo muy bien. Yo solía resolver los problemas mientras el profesor terminaba de dictar el enunciado. Ya se sabe, en el país de los ciegos... En aquel colegio para niños de familia bien, los chicos no solían estar muy motivados para el estudio. Al fin y al cabo heredarían la posición social de sus padres sin a penas esfuerzo. Julio no era distinto en eso de la mayoría, pero su belleza le había procurado una falsa fama de estudioso. Al cabo de un rato me resultó imposible concentrarme en ningún asunto académico. Fantaseaba imaginando su cuerpo bajo la escasa ropa de una tarde calurosa. Una y otra vez sentía el deseo irrefrenable de pasar mi brazo por su cuello, de posar mi mano en su rodilla, de rozar levemente el vello de su brazo con el mío.... lo pensaba, disponía mis músculos para el movimiento preciso, sutil, estaba a punto de hacerlo y luego decidía que no podía ser, que él, sin duda, me rechazaría, que pondría en peligro mi reputación. Y luego todo volvía a comenzar.
El caso es que cuanto más pienso en aquella tarde tan lejana, más me evidente me resulta que su deseo igualaba al mío. Podía sentir su respiración, su pálpito, su aliento, a escasos centímetros, su mirada furtiva llena de simpatía. Él, claro, tenía fama de tener mucho éxito con las chicas. Bueno, en realidad lo tenía, no cabía la menor duda. Era de esas personas que se sabe deseada y disfruta siéndolo, aprovechándose de las ventajas que la vida le proporciona sin proponérselo siquiera. A mí me faltó el valor. Él nunca hubiera tomado la iniciativa, pero habría consentido. Una furtiva caricia, un abrazo de camaradas y los dos habríamos rodado por el suelo jugando a pelearnos, a dominarnos y dejarnos dominar. Yo habría abierto lentamente su camisa y habría recostado mi cabeza sobre su pecho desnudo, a penas sin vello alguno, para escuchar el latido de su corazón súbitamente acelerado. Él entonces habría tomado mi cabeza con sus manos acercando sus labios a los míos, para fingir rechazarme después y volver a revolcarnos hasta dejarme inmovilizado mientras mi sexo en contacto con su cuerpo gritaba por salir de su prisión.....
Nunca volví a saber nada de él.

Mi vida en bicicleta

Yo nunca fui persona de una sola bicicleta como nunca lo fui de un solo amante, pero llegué a amar a algunas de mis bicicletas tanto como a mis mejores amantes. Si los amantes te hacen viajar a los confines del universo, la bicicletas te proporcionan una libertad que ningún amante te otorgará nunca.
Mi primera bicicleta no era mía. Era admirable aquel garaje donde se guardaban las bicis en el jardín de mis tíos, las había de todos los tamaños y en muy diverso estado de conservación. En los años sesenta y en Cantabria, una bicicleta de niño, era un prodigio, un milagro, algo que solo poseían las familias principales entre los veraneantes. Yo nunca tuve una bicicleta de niño, pero debí aprender con alguna de aquellas bicicletas que tuvieron múltiples y sucesivos dueños y que yo miraba con deseo circular por el circuito que delimitaba aquel jardín misterioso con columpios rudimentarios que colgaban de los árboles, sauces que instauraban territorios a explorar, manzanos de diminutos y ácidos frutos que comíamos con fruicción y aquel garaje atiborrado de bicicletas más o menos rotas o lozanas. El circuito era de un solo sentido y debía entrañar cierto peligro para los adultos que podían verse arrollados por alguno de aquellos ciclistas infantiles pedaleando a toda pastilla y sin dejar de hacer sonar el timbre.
La vida consistía entonces es subirse a los árboles, lograr que te prestaran una bicicleta e irte a pescar al puerto, sin caña, claro sólo con el sedal, el plomo y el anzuelo y un gusano que se retorcía todavía cuando lo lanzabas al agua.
Cuando aprobé la reválida de cuarto mis padres me regalaron mi primera bicicleta. Una Orbea semi carreras que yo mismo pude elegir en la plaza de Isabel II, donde entonces estaba "Otero" y que costó la enorme cifra de mil pesetas. Tenía las ruedas finitas, las cubiertas con dos colores y unos guardabarros minimalistas que a penas se extendían unos centímetros adelante y atrás de la horquilla.
Hasta entonces yo siempre había vivido en bicicletas prestadas, heredadas, bicicletas de un solo día, de una sola tarde, de un solo rato. Mis padres no tenían jardín ni bicicletas de niño. Pero había una bicicleta de mujer que debió de pertenecer a mi madre y utilizaron todas mis hermanas. Una bicicleta de esas de las de antes con sus frenos de varillas. Esas bicicletas duras con las que las mujeres de Cantabria se desplazaban de un pueblo a otro con dos enormes cántaros de leche haciendo contrapeso en el manillar. Yo las admiraba subiendo aquellas interminables cuestas, sin prisas pero sin pausa. Vendían la leche a domicilio, en las calles y en las plazas y utilizaban para medirla un cuartillo. Esa vieja bicicleta familiar, sin cambios, que entonces no sabíamos ni lo que eran, sin frenos, que si sabíamos lo que eran pero nunca nos parecieron nada imprescindible, subía a los montes que rodean el Cristo de Limpias y bajaba a toda velocidad por los caminos de piedra, frenando solo de vez en cuando por el método de arrastrar los pies por el camino de gravilla.
La nueva y flamante Orbea de color rojo, me hizo otra persona. Me hizo libre para irme con mi mejor amigo que disfrutaba de otra vieja bici que tras haber pasado de madres a tías y de tías a hermanas, podía él por fin disponer de forma permanente. Con él tuve mi primera experiencia de promiscuidad ciclista: armamos un tandem, enganchando la horquilla de su bici al cuadro de la mía, de modo que él utilizaba como rueda delantera la rueda trasera de mi semi carreras, un curioso tandem de tres ruedas con el que gozamos como los grandes insensatos que éramos.
Durante varios años, esperábamos con ansiedad a nuestras bicicletas que viajaban todos los veranos de Madrid al Cantábrico y de la playa a la meseta. Su llegada marcaba el principio del verano y su retorno el del otoño. Ya no era posible vivir sin bicicletas y si algún año se quedaron arriba en el norte, nuestras quejas debieron resultar tan molestas que nunca más se quedarían hibernando sólas.

Poco después a mi hermana pequeña le compraron mis padres una BH plegable, que entonces estaban de moda. La clase media empezaba a tener coche y esas primeras plegables se podían transportar fácilmente en el maletero.

Aquellas bicicletas nos proporcionaron las mayores alegrías de nuestra adolescencia, permitiéndonos adentrarnos por todos los caminos de la comarca: el puerto viejo y la Atalaya, Liendo, La Pesquera, Limpias, el Puntal y pasando la barca, Santoña, la cueva de la Baja o el Pico del Hacha.

Muchos años después volví a los montes y playas de mi infancia. Yo había comprado un viejo tandem inglés en la ciudad de Bournemouth. Lo compré sólo porque mi amante escocés tenía un tandem y yo deseaba ser como él. Aquel viejo y pesado tandem viajó de Bournemouth a Manchester, de Manchester a Londres y París para terminar en la estación de Chamartín donde fui a recogerlo a principios del verano de 1981. A los pocos días, siguiendo el rastro del tandem llegó a Madrid mi amante escocés que pronto fue bautizado como “La Bicicleta Loca” y “El Pequeño Volcán”