miércoles, 22 de abril de 2009

Mi vida en bicicleta

Yo nunca fui persona de una sola bicicleta como nunca lo fui de un solo amante, pero llegué a amar a algunas de mis bicicletas tanto como a mis mejores amantes. Si los amantes te hacen viajar a los confines del universo, la bicicletas te proporcionan una libertad que ningún amante te otorgará nunca.
Mi primera bicicleta no era mía. Era admirable aquel garaje donde se guardaban las bicis en el jardín de mis tíos, las había de todos los tamaños y en muy diverso estado de conservación. En los años sesenta y en Cantabria, una bicicleta de niño, era un prodigio, un milagro, algo que solo poseían las familias principales entre los veraneantes. Yo nunca tuve una bicicleta de niño, pero debí aprender con alguna de aquellas bicicletas que tuvieron múltiples y sucesivos dueños y que yo miraba con deseo circular por el circuito que delimitaba aquel jardín misterioso con columpios rudimentarios que colgaban de los árboles, sauces que instauraban territorios a explorar, manzanos de diminutos y ácidos frutos que comíamos con fruicción y aquel garaje atiborrado de bicicletas más o menos rotas o lozanas. El circuito era de un solo sentido y debía entrañar cierto peligro para los adultos que podían verse arrollados por alguno de aquellos ciclistas infantiles pedaleando a toda pastilla y sin dejar de hacer sonar el timbre.
La vida consistía entonces es subirse a los árboles, lograr que te prestaran una bicicleta e irte a pescar al puerto, sin caña, claro sólo con el sedal, el plomo y el anzuelo y un gusano que se retorcía todavía cuando lo lanzabas al agua.
Cuando aprobé la reválida de cuarto mis padres me regalaron mi primera bicicleta. Una Orbea semi carreras que yo mismo pude elegir en la plaza de Isabel II, donde entonces estaba "Otero" y que costó la enorme cifra de mil pesetas. Tenía las ruedas finitas, las cubiertas con dos colores y unos guardabarros minimalistas que a penas se extendían unos centímetros adelante y atrás de la horquilla.
Hasta entonces yo siempre había vivido en bicicletas prestadas, heredadas, bicicletas de un solo día, de una sola tarde, de un solo rato. Mis padres no tenían jardín ni bicicletas de niño. Pero había una bicicleta de mujer que debió de pertenecer a mi madre y utilizaron todas mis hermanas. Una bicicleta de esas de las de antes con sus frenos de varillas. Esas bicicletas duras con las que las mujeres de Cantabria se desplazaban de un pueblo a otro con dos enormes cántaros de leche haciendo contrapeso en el manillar. Yo las admiraba subiendo aquellas interminables cuestas, sin prisas pero sin pausa. Vendían la leche a domicilio, en las calles y en las plazas y utilizaban para medirla un cuartillo. Esa vieja bicicleta familiar, sin cambios, que entonces no sabíamos ni lo que eran, sin frenos, que si sabíamos lo que eran pero nunca nos parecieron nada imprescindible, subía a los montes que rodean el Cristo de Limpias y bajaba a toda velocidad por los caminos de piedra, frenando solo de vez en cuando por el método de arrastrar los pies por el camino de gravilla.
La nueva y flamante Orbea de color rojo, me hizo otra persona. Me hizo libre para irme con mi mejor amigo que disfrutaba de otra vieja bici que tras haber pasado de madres a tías y de tías a hermanas, podía él por fin disponer de forma permanente. Con él tuve mi primera experiencia de promiscuidad ciclista: armamos un tandem, enganchando la horquilla de su bici al cuadro de la mía, de modo que él utilizaba como rueda delantera la rueda trasera de mi semi carreras, un curioso tandem de tres ruedas con el que gozamos como los grandes insensatos que éramos.
Durante varios años, esperábamos con ansiedad a nuestras bicicletas que viajaban todos los veranos de Madrid al Cantábrico y de la playa a la meseta. Su llegada marcaba el principio del verano y su retorno el del otoño. Ya no era posible vivir sin bicicletas y si algún año se quedaron arriba en el norte, nuestras quejas debieron resultar tan molestas que nunca más se quedarían hibernando sólas.

Poco después a mi hermana pequeña le compraron mis padres una BH plegable, que entonces estaban de moda. La clase media empezaba a tener coche y esas primeras plegables se podían transportar fácilmente en el maletero.

Aquellas bicicletas nos proporcionaron las mayores alegrías de nuestra adolescencia, permitiéndonos adentrarnos por todos los caminos de la comarca: el puerto viejo y la Atalaya, Liendo, La Pesquera, Limpias, el Puntal y pasando la barca, Santoña, la cueva de la Baja o el Pico del Hacha.

Muchos años después volví a los montes y playas de mi infancia. Yo había comprado un viejo tandem inglés en la ciudad de Bournemouth. Lo compré sólo porque mi amante escocés tenía un tandem y yo deseaba ser como él. Aquel viejo y pesado tandem viajó de Bournemouth a Manchester, de Manchester a Londres y París para terminar en la estación de Chamartín donde fui a recogerlo a principios del verano de 1981. A los pocos días, siguiendo el rastro del tandem llegó a Madrid mi amante escocés que pronto fue bautizado como “La Bicicleta Loca” y “El Pequeño Volcán”

1 comentario:

  1. Mi primera bicicleta fué una de hierro y piñón fijo que me trajeron" los Reyes" a los 7 años.Cuando la ví en el salón de casa una mañana de Enero, no podía creer que esa maravilla fueraúnica y exclusivamente para mí. Anteriormente siempre había usado bicicletas alquiladas- las del Parque del Retiro- o prestadas: viejas bicis de antes de la guerra, usadas y restauradas muchos años después. Aquella bici duró poco, porque se partió en un golpetazo de los muchos que nos dábamos con ella mis hermanos y yo.
    Para entonces mis hermanas disfutaban de una hermosa orbea roja de señorita con su redecilla para evitar que se les engancharan las faldas en la rueda trasera. En aquellas fechas, el obispo de Murcia había dicho que era un pecado que las mujeres montasen en bicicleta ¿ 1959?), así que cuando fuimos a ver a los primos a Cieza, mi prima María no podía montar en bici, mientras nosotros sí.
    La bicicleta de mis hermanas con sus guardabarros niquelados fué perdiendo poco a poco casi todos sus embellecedores debido al uso que hacíamos de ella. Al final acabó siendo mía ya que mis hermanas apenas la utilizaban. Con ella y con la orbea verde de hombre que le compraron a mi hermano mayor, hicimos muchas excursiones.
    Pero no tuve una bicicleta mía de verdad hasta los catorce años en que le compré a mi primo Alfonso su bicicleta, una orbea - siempre orbeas- gris de semicarreras. Con ella empecé a hacer lo que hoy se llama mountain-bike, aunque con un sólo pinón y un sólo plato.
    Un día se la robaron a mi hermano en Laredo y nunca más tuve noticias suyas.
    A punto de cumplir 30 años, mi hermano Rafa me regaló una preciosa orbea " Bakio". Desde aquel lejano día de Reyes en que recibí mi primera bici hasta ese día, nunca un regalo me había hecho tanta ilusión.En ella recorrí Marid y su provincia y casi toda la cordillera del norte. Lástima que se la robaran a mi amigo Pablo cuando yo estaba en México. Mi última bici es un regalo de mis padres a cambio de dos cuadros que les regalé. Es una peugeot amarilla de montaña y pronto cumlirá 20 años. Con sus recientes cubiertas nuevas recorro las playas de Málaga y las montañas y montes de alrededor. Antes me sirvió para recorrer Linares y toda su comarca, desde La Carolina y Baños, hasta Sierra Mágina. Creo que esta será mi última bicicleta, pero no por eso dejo de disfrutar de ella todas las semanas. A veces recuerdo la historia del hermano de mi amigo Joseba Zulaika: le regalaron una bicicleta siendo ya adulto y el primer día que la cogió, subió al monte en ella y le dió un infarto y se quedó seco. Me imagino la ilusión que le hizo su bicicleta nueva y su escasa forma física, después de años de comilonas y de hacer poco ejercicio, pero no puedo imaginar mejor forma de morir, que aquella que te pilla haciendo lo que te dé la gana... aunque sea una burrada.
    Enrique

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